sábado, 24 de septiembre de 2016

Algunos perversos convencionalismos sobre las pensiones

 Como el organismo humano que, tras un malestar inicial, acaba por adaptarse a los cambios climáticos y a unas condiciones de vida diferentes, también los pueblos se acostumbran de modo sorprendentemente rápido a las nuevas formas de dominación. Transcurrido un tiempo, la vieja generación, que con amargura compara un presente brutal con un pasado más feliz, empieza a morirse. Tras ella, educada ya en la nueva tradición, ha ido creciendo una juventud que con inconsciente naturalidad acepta los nuevos ideales como los únicos posibles.  (Stefan Zweig)

Anoto esta reflexión del escritor vienés en su libro Castelio contra Calvino dada su vigencia en el contexto actual. Hoy se está induciendo a las generaciones jóvenes a asumir, como si fuera una ley inexorable de la naturaleza, que vivirán peor que la generación de sus padres. Y, en concreto, que no tendrán pensiones en el futuro. En efecto, agoreros de distinto signo, pelaje y condición (aunque con el común denominador de nutrirse todos en el mismo pesebre) anuncian, un día sí y otro también, el gran colapso del sistema público de pensiones en 2050.

Según estos apocalípticos profetas de la quiebra de la Seguridad Social, en 2050 la población española estará tan envejecida que la relación entre beneficiarios y cotizantes hará insostenible el sistema de pensiones. Resulta de veras prodigioso que la grey de arúspices del futuro socioeconómico sólo vean encenderse luces de alarma en el tablero de mandos macroeconómico cuando se trata de las pensiones públicas. 


Porque si, tal como sugieren estos lúgubres predictores basándose en las proyecciones demográficas, el problema va a ser de escasez de población activa en 2050, al faltar trabajadores no sólo entrarán en crisis las pensiones públicas, sino también las privadas. Pues, por la misma regla usada para afirmar que escasearán los cotizantes a la Seguridad Social, se deduce que también serán escasos los inversores en fondos privados.

Ante una crisis demográfica, las pensiones no serían más que una parte del problema. Porque, si faltan trabajadores, tampoco será posible atender las redes viarias, los aeropuertos, los hospitales o los centros de enseñanza. Apenas habrá maestras, médicos o enfermeros. Disminuirá asimismo el número de jóvenes vigorosos aptos para nutrir los cuerpos militares, policiales y de emergencia, que mantienen el Orden Público, la Defensa Nacional y la Protección Civil frente a incendios y otras catástrofes. Cuerpos que se quedarán en cuadro ante la falta de bomberos, policías y soldados de tierra, mar y aire.

Esa escasez de fuerza laboral no sólo afectará al sector público. Pues ¿de dónde va a salir la mano de obra que asegure el pleno funcionamiento de las fábricas, oficinas y comercios? Sin embargo, esta debacle general de la producción no parece inquietar a estas Casandras de vía estrecha. Lo que hace sospechar que, cuando únicamente se muestran preocupados por el futuro de las pensiones, exigiendo privatizar las pensiones, mienten con el mayor de los descaros. 


Porque los datos estadísticos más recientes desmontan la leyenda que se está creando sobre la inviabilidad del sistema público de pensiones. Las cifras demuestran, por ejemplo, que en España hay menos personas mayores que en las principales economías de la UE y se  gasta menos en pagar pensiones. Nuestro país, ocupa el séptimo lugar con mayor población de más de 65 años, pero llega al decimoquinto en gasto de pensiones.


Lo malo de todo este asunto es que la opinión pública ha aceptado ciertas extrañas convenciones. La primera de ellas, la de que todos los gastos del Estado —como las carreteras, por las que circulan tanto los trabajadores como los empresarios, banqueros y otras gentes de buen vivir— se costean con cargo a los impuestos generales. Un dinero que, casi en su totalidad, procede de las rentas del trabajo y del consumo de los trabajadores y sus familias, que componen la mayoría de la población. Otra convención ha establecido que las pensiones públicas han de ser sufragadas únicamente por el bolsillo de los trabajadores a través de sus cotizaciones.

De tales extraños convencionalismos se deriva una realidad perversa: los asalariados sufragan el coste de las Fuerzas del Orden que protegen la Seguridad de la Propiedad Privada —cuya porción más sustanciosa se acumula en pocas manos— mientras que los más adinerados no contribuyen a proteger la Seguridad Social de quienes dedican lo mejor de su vida a construir la fortuna de los ricos.

Necesitamos sanear estas convenciones sociales con visiones más saludables. Por ejemplo, la del economista Ravi Batra, que entiende que un fuerte sistema defensivo estatal debe servir para proteger la vida, la libertad y las propiedades de las personas frente a enemigos exteriores. O expresado de otra manera: el mantenimiento de unas fuerzas armadas beneficia al individuo en esos tres aspectos principales.

Por tanto, razona Batra, “Es un principio tributario tradicional que los impuestos que uno paga deben guardar proporción con los beneficios que recibe. Dado que todos valoramos en igual medida nuestra vida y nuestra libertad, pero no somos iguales desde el punto de vista de las riquezas que poseemos, lógicamente los ricos deberían soportar al menos la tercera parte del gasto militar. O dicho con otras palabras: si el gasto de defensa proporciona tres beneficios principales, a saber, la protección de la vida, de la libertad y de la propiedad, la tercera parte de dicho gasto debe ser soportada por los dueños de las propiedades”.
 

Una lógica similar, según Batra, puede aplicarse a lo que gasta el Gobierno en la lucha contra la delincuencia, ya que en este caso los beneficios son muy parecidos. O sea que la tercera parte del gasto estatal en defensa y justicia debería cubrirse mediante el mencionado impuesto federal sobre la propiedad. Si bien ciertos tipos de propiedades deberían quedar exentos: las necesidades de la vida cotidiana, esto es, la vivienda habitual, el coche, el vestido, los muebles, etc. En cambio, las acciones, los títulos, las cuentas de ahorro, las fincas comerciales y demás por el estilo deberían ser objeto de un gravámen progresivo. Y la escala debería calcularse de tal modo que lo recaudado por tal concepto equivaliese al tercio del gasto en defensa y lucha contra el crimen.

Que conste que es una idea ya apuntada en 1737 por Benjamin Franklin, figura destacada en la historia de los Estados Unidos. Refiriéndose a la necesidad de mejorar el servicio de vigilancia de la ciudad de Filadelfia, Franklin considera que debe haber mayor equidad a la hora de contribuir al pago de los mismos. En este sentido, redactó un documento en el que, además de reclamar una mejor formación de los agentes, insiste “particularmente en la desigualdad de aquella tasa de seis chelines que se pagaba a los alguaciles con respecto a las condiciones económicas de aquellos que tenían que pagarla, pues un ama de casa viuda cuya propiedad, que debía ser vigilada por el respectivo alguacil, probablemente no llegaba al valor de cincuenta libras, pagaba lo mismo que el más rico de los comerciantes que tenía en sus almacenes bienes por valor de miles de libras. En general, propuse que para hacer una vigilancia más efectiva debía contratarse a hombres cualificados que se ocupasen exclusivamente de eso; y como una manera más equitativa de soportar la carga, establecer una tasa que estuviese en proporción a la propiedad”.
 

El sistema público de pensiones no está amenazado por la demografía, sino precisamente por el hecho de que sus fuentes de ingreso provengan únicamente de las cotizaciones de las personas laboralmente empleadas cuyo número disminuye día a día. Cada vez hay menos empleo, y gran parte del mismo se desarrola en condiciones de precariedad. A peores salarios, peores cotizaciones a la Seguridad Social.

Por circunstancias tecnológicas y socioeconómicas, el volumen global de empleo disponible en el sistema productivo de un país desarrollado es decreciente. Es un hecho innegable que, a medida que avanza el progreso tecnológico se produce una avería en el artefacto social del empleo.

En el Foro de Davos 2016, las élites económicas del mundo allí reunidas manejaron un estudio que alerta sobre la destrucción de empleo a corto plazo en las 17 principales economías. Es un primer efecto inmediato de la Cuarta Revolución Industrial derivada de la. digitalización de los sistemas de producción. El documento de Davos analiza las transformaciones que la economía mundial y el mercado de trabajo padecerán en el próximo lustro. Entre sus advertencias se afirma que, a causa de la automatización, se perderán unos siete millones de empleos "de oficina". El estudio predice el desarrollo en las áreas de inteligencia artificial, robótica, nanotecnología e impresión 3D. 


Es preciso, por tanto, lograr que las empresas coticen también por los puestos de trabajo automatizados y robotizados. Junto a las fábricas que emplean robots en la producción en lugar de empleados humanos, deben cotizar también los autoservicios: hipermercados, gasolineras y cajeros automáticos.

Todo ello requiere una gran movilización social que exija reformas socioeconómicas en este sentido. Mientras tanto, hay algo que los pensionistas con buena salud, sin obligaciones laborales ni temor a ser despedidos por afiliarse a un sindicato, deberían movilizarse para defender sus pensiones reivindicando la subida del Salario Mínimo Interprofesional. Lo que beneficiaría tanto a los jóvenes como a la caja de la Seguridad Social.

¿Os acordáis del lema: "no soy ecologista, soy egoísta". Pues apliquémonos el cuento.