sábado, 24 de mayo de 2014

Juan de Mariana y la Vindiciae contra tyrannos

"Tanto los filósofos como los teólogos están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la República a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida; que siendo un enemigo público y provocando todo género de maldades a la patria y haciéndose verdaderamente acreedor por su carácter al nombre de tirano, no sólo puede ser destronado, sino que puede serlo con la misma violencia con que él arrebató un poder que no pertenece sino a la sociedad que oprime y esclaviza". (Juan de Mariana).



Monumento a Juan de Mariana, situado en la plaza del mismo nombre, en Talavera de la Reina, obra del escultor Eugenio Duque

Pese a la dura realidad que nos rodea, este escribidor tiende a ser optimista y ver el lado bueno de las cosas. Y la polémica desatada a raíz de los comentarios crueles vertidos sobre los políticos en las redes sociales también tiene su lado positivo: la derecha de este país, heredera de un régimen que asesinó a millares de personas por sus ideas políticas, acaba de reconocer que propugnar que se mate a los políticos es un delito. Lo dice a deshora, y sólo cuando ha visto amenazados a los suyos ha enviado a la policía a detener twiteros amenazantes, pero algo es algo. No me cuento entre los seguidores del Dr. Pangloss, que piensan que vivimos en el mejor de los mundos, sino más bien en el pragmatismo utilitarista. En este sentido, que la derecha hispánica emprenda el camino de no justificar el asesinato bajo pretextos políticos o religiosos ya supone un avance histórico.  

Por lo demás, los comentarios vertidos en las redes sociales, reprobables tanto por su contenido como por su escasa elegancia estética, no dejan de ser un trasunto de lo que a diario puede escucharse en los bares y otros mentideros de la Celtiberia. Expresiones de un descontento que, en lugar de canalizarse políticamente, va corrompiendo el carácter social.

Hace años que, con mucha más finura argumental y discursiva que la empleada hoy en las redes, un conspicuo teólogo e historiador español llegó a propugnar el regicidio. Me refiero a Juan de Mariana (1536-1624), al que Talavera, su ciudad natal, le recuerda en una plaza presidida por su efigie.

Tras la muerte del cruel e intransigente Juan Calvino, en 1564, se desataron crueles guerras de religión en Escocia, los Países Bajos y, especialmente, en Francia, donde tuvo lugar el trágico episodio de la matanza de hugonotes en la Noche de San Bartolomé, en 1570. A raíz de ese sangriento suceso aparecieron numerosas obras, cuyos autores eran protestantes franceses, defendiendo el derecho de resistencia a un tirano. El conflicto político y religioso entre la creciente burguesía y las monarquías alcanzó tales dimensiones que, aparte de sus manifestaciones armadas, originó una controversia teórica que recuperó conceptos medievales y de la cual surge la formulación del ius resistendi o derecho de resistencia. La Vindiciae contra tyrannos, obra atribuída a Philippe du Plessis-Mornay, publicada por primera vez en 1576, constituye uno de los más célebres alegatos contra el absolutismo.

Lo sugestivo del título  —venganza contra los tiranos—  ha hecho que esta obra haya tenido cierto reflejo en la literatura revolucionaria. Sin embargo, la Vindiciae no era una teoría del gobierno secular. “Su defensa del derecho a resistir no constituía en lo más mínimo una argumentación en pro del gobierno popular y los derechos del hombre. No tenían cabida en ella los derechos individuales humanos y su tendencia práctica era aristocrática y aun en cierto sentido feudal. Por consiguiente, en espíritu estaba en absoluta oposición con las doctrinas de libertad e igualdad que se vertieron posteriormente en el molde de la teoría del contrato”, señala George Sabine.

Las teorías antimonárquicas en la línea de la Vindiciae fueron desarrolladas por otros escritores protestantes, tanto en Inglaterra como en los Países Bajos, soliviantados éstos últimos por las brutales vejaciones de la población efectuadas por los Tercios españoles al mando del duque de Alba. Mientras tanto, y aunque partiendo de presupuestos ideológicos distintos, otra de las principales formulaciones del derecho de resistencia se debe a los jesuítas. Fundada en 1534, la Compañía de Jesús contó en su seno con algunas de las cabezas más capaces de su época. Su finalidad específica se hallaba orientada a reestablecer la autoridad del Papa, cuestionada por la Reforma, bajo un nuevo principio separador de la autoridad espiritual de éste respecto a la del poder temporal.

La contribución española a la formulación del derecho de resistencia fue notable, sustanciándose, sobre todo, en las reflexiones de los tratadistas teológico-jurídicos de la Escuela de Salamanca. Una variante de la escolástica que introdujo en la economía un nuevo punto de vista moral. Según esta escuela, iniciada por el dominico Francisco de Vitoria (1486-1546), el orden natural se basa en la libertad de circulación de personas, bienes e ideas. De esta manera los hombres pueden conocerse entre sí e incrementar sus sentimientos de hermandad. Esto implica que los comerciantes no son moralmente reprobables, como consideraba la ortodoxia católica, sino que llevan a cabo un servicio de interés para el bienestar general.

Los primeros escritores jesuitas fueron españoles y, según Sabine, su corpus teórico vióse más influido por su nacionalidad que por la específica finalidad jesuita respecto al papado. También Claudio Sánchez-Albornoz, en la famosa polémica que mantuvo con Américo Castro sobre la esencia de lo hispánico, destaca este matiz diferenciador de los jesuitas españoles, concretado en la formulación de un derecho de resistencia legitimado en la sociedad civil. En concreto, Sánchez-Albornoz considera a Francisco de Vitoria como el precursor de la objeción de conciencia, ya que este afirma que “si el súbdito está convencido de la injusticia de la guerra no debe servir en ella aunque lo mande el príncipe”. Francisco de Vitoria define con claridad la cláusula de objeción indicando que “los súbditos cuya conciencia es contraria a la guerra no pueden participar en ella, tengan o no razón en pensarlo así”.

La desobediencia a la ley positiva por razones morales sería defendida asimismo por Francisco Suárez (1548-1617), jesuíta cuya vasta erudición le valdría el título de Doctor Eximius. En su gran obra jurídica Tractatus de legibus ac Deo legislatore se encuentra ya la idea del pacto social, y realiza en ella un análisis del concepto de soberanía más avanzado que el sus precursores: el poder es dado por Dios a toda la comunidad política y no solamente a determinadas personas, con lo que esboza el principio de la democracia contra cesaristas, legistas, maquiavelistas y luteranistas.

Los seres humanos, sostuvo Suárez, tienen un carácter social natural otorgado por Dios, y esto incluye la posibilidad de hacer las leyes. Pero cuando una sociedad política se forma, la autoridad del Estado no es de origen divino sino humano. Debido a que le otorga este poder, tienen el derecho de tomarlo de nuevo; a la rebelión contra un gobernante, pero sólo si el gobernante se comporta mal con ellos, y están obligados a actuar con moderación y justicia. “En segundo término, deducimos de cuanto se ha dicho que la ley que carece de esta justicia o rectitud no es ley ni obliga ni puede siquiera cumplirse, esto es claro, porque una justicia opuesta a esa rectitud de la ley es también contraria al mismo Dios, pues lleva consigo culpa y ofensa a Dios. Luego no cabe lícitamente su observancia”. 



Sin lugar a dudas, el más conspicuo defensor español del derecho de resistencia fue el inquieto jesuita Juan de Mariana, cuyo libro De rege et regis institutione (Sobre el rey y la institución real), publicado en Toledo en 1599, cobró gran notoriedad por la exposición que en él hace del derecho de los ciudadanos particulares a eliminar al rey en caso de que éste viole la norma fundamental del contrato con el pueblo del que emana su soberanía.

Inspirado en el pensamiento de la Escuela de Salamanca, también Juan de Mariana niega con rotundidad el presunto derecho divino de los monarcas a reinar. Explica el origen de la sociedad civil como surgida de un estado de naturaleza anterior al gobierno en el que los hombres vivían en un estado natural similar al del “buen salvaje” rousseauniano. A partir de ese estado, las necesidades de convivencia llevan a los hombres a establecer un contrato social. Admirador de las instituciones medievales, como las Cortes de Aragón, considera a éstas las auténticas depositarias de las leyes del país, a las que el monarca estaba plenamente sujeto, pudiendo ser eliminado si quebrantaba las mismas.

El padre Mariana sostiene que cuando el rey gobierna injustamente y se convierte en tirano es lícito apearle del Trono utilizando para ello los medios apropiados. “Tanto los filósofos como los teólogos están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la República a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida; que siendo un enemigo público y provocando todo género de maldades a la patria y haciéndose verdaderamente acreedor por su carácter al nombre de tirano, no sólo puede ser destronado, sino que puede serlo con la misma violencia con que él arrebató un poder que no pertenece sino a la sociedad que oprime y esclaviza”.

Llegado el caso, Mariana acepta el tiranicidio como fórmula in extremis para acabar con la opresión política:"Es ya, pues, innegable que puede apelarse a la fuerza de las armas para matar al tirano, bien se le acometa en su palacio, bien se entable una lucha formal y se esté a los trances de la guerra".

La defensa de este derecho de los particulares a matar a un usurpador, aunque su título fuera legítimo, armó gran revuelo y despertó la alarma entre los monarcas y sus partidarios. El libro del padre Mariana fue quemado en público en el Parlamento de París, pues la apología del regicidio expresada en sus páginas se consideró que había sido la causa inductora del asesinato de Enrique III de Navarra y IV de Francia. Un hombre tenido por compasivo, pero odiado por aquellos que se oponían a su política de tolerancia religiosa. El 14 de mayo de 1610, Enrique IV venía de visitar a su ministro de Finanzas que estaba enfermo. Al atravesar una calle estrecha, su carruaje se vio obligado a detenerse ante dos carretas que le cerraron el paso. De una de las carretas salió François Ravaillac, el fanático católico que le asestó dos mortales puñaladas que acabaron con su vida.
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Notas tomadas del original de un libro sobre derecho de resistencia y desobediencia civil que duerme el sueño de los justos en un cajón del escritorio del mantenedor de este blog, ya que ningún editor ha dado muestras de interesarse por él.
 

1 comentario:

  1. Ilustrativo sobre este asunto es el artículo de Ana Pastor, denunciando el doble rasero del Ministerio del Interior:
    Saludos desde Torres de la Alameda

    «Roja». «Facha». «Vendida». «Entregada al poder». «Puta». «Hija de la grandísima puta». «Cállate zorra». «No tienes ni puta idea de hacer entrevistas, en una esquina serías mucho más eficiente». «Cerda». «Deberían degollarte las tropas moras de Franco». «Solicito permiso para meterte en un campo de concentración en el ala de violadores inmigrantes». Hace tres o cuatro años que comencé a usar Twitter. No recuerdo la fecha exacta, pero sí que dos amigos de TVE me abrieron la cuenta y me animaron a usarla. No tardé mucho en engancharme e incorporar esta herramienta a mi trabajo. La verdad es que desde el principio entendí cuál era la regla fundamental: que no había reglas.
    Así que, una vez que decides estar, aceptas los debates que se generan en torno a tu forma de entender el periodismo, sobre las entrevistas del programa o sobre tu visión de la realidad. Aceptas también las críticas, las rebates si crees que hay que hacerlo e incluso lees con atención aquellas fundamentadas que pueden hacer que tu trabajo sea más riguroso. Pero un día trazas una línea. Ni siquiera es el día en el que te llaman «puta» porque has entrevistado a un político y le has apretado en algunas preguntas relacionadas con la corrupción. Ese día muestras tu amargura por la falta de argumentos y el exceso de machismo. Pero nada más. Semanas después te empiezan a llegar amenazas de muerte directas a las que no das importancia porque piensas que cualquier persona en Twitter desde el anonimato puede escribir ese tipo de cosas. Sin embargo, otro día un amigo te pide que pongas ahí la línea roja. Te pide que lo denuncies. La policía también te recomienda que lo hagas porque si te ocurre algo no habrá que lamentar que se podría haber evitado.
    Denuncia y olvido
    Así que un día festivo, aprovechando que no trabajas y que esas amenazas e insultos han ido a más, decides ir a una comisaría y denunciarlo. Y ahí se queda el tema. Te olvidas y sigues a lo tuyo. No eres la primera persona a la que le ocurre ni serás la última. Meses después te llega a casa una carta certificada donde te comunican que la justicia ha decidido que «puta» no es un insulto y que pedir que te corten el cuello no es una amenaza. Y no te queda otra que aceptar. Si se aceptara cada denuncia como esta colapsaríamos aún más los tribunales. Al fin y al cabo, es Twitter. Por la calle nadie te ha dicho nunca semejante cosa. Así que sigues a lo tuyo.
    Y hace dos días escuchas al ministro del Interior decir que hay que investigar Twitter porque es un lugar donde se insulta y amenaza. Y lees que detienen a un joven por insultar e «incitar a la violencia en las redes sociales». Debe ser que el ministro se acaba de abrir una cuenta en la red. Y por eso no ha podido leer cosas anteriores contra Pilar Manjón, Irene Villa y mucha otra gente. Es posible. O debe ser que no todos somos iguales.
    Ana Pastor. Periodista.

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